Pequeños agricultores y activistas se enfrentan a ganaderos y madereros en el Estado brasileño de Pará. EL PAÍS ha sido testigo de la deforestación salvaje y del miedo que se palpa en una zona con 231 muertos en 15 años; los cinco últimos, militantes ecologistas
Francho Barón
El Estado amazónico de Pará, en el norte brasileño, vive desde hace algo más de un mes una fuerte convulsión social por las batallas medioambientales que se libran en varias áreas de la región. A orillas del río Xingú, el inicio de las obras para construir la polémica hidroeléctrica de Belo Monte ha puesto en pie de guerra a las organizaciones ecologistas. En el sureste, en las inmediaciones de la localidad de Marabá, la reciente oleada de muertes de activistas medioambientales a manos de pistoleros a sueldo ha dado paso a un recrudecimiento del siempre latente conflicto agrario, que enfrenta a pequeños agricultores y activistas con los todopoderosos ganaderos y madereros, e incluso con el propio Estado brasileño. Como telón de fondo está la incesante deforestación de la selva amazónica y la anhelada reforma agraria, la promesa nunca cumplida del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva de entregar tierras a los que menos tienen.
En el asentamiento rural de Praialta Piranheira, en el sureste de Pará, donde hace algo más de un mes fueron asesinados a sangre fría los activistas medioambientales José Claudio Ribeiro da Silva y su mujer, Maria do Espírito Santo, los agricultores viven amedrentados. "Aquí la ley del silencio habla más alto", afirma en un habitáculo de su precaria cabaña una de las dos personas sobre las que recaen casi todas las sospechas de haber orquestado el asesinato de la pareja de ecologistas. El individuo, que se dedica a la ganadería, responde a la inicial G. y, junto al maderero Z. R., se encuentra en el punto de mira de la Policía Federal, que durante estos días investiga sin resultados aparentes el truculento asesinato. "José Claudio mantenía muchas diferencias con madereros y ganaderos de la zona. Pero claro, no se puede acusar a nadie hasta que no existan pruebas sólidas", esgrime quien a todas luces se siente amparado por la ley del silencio que, efectivamente, reina en la zona.
Praialta Piranheira ocupa miles de hectáreas de tierra sobre las que la frondosidad de la selva se extendía antaño sin límites. Hoy la carcoma de la industria maderera, las carbonerías ilegales y las cabezas de ganado han dejado a su paso enormes extensiones de pasto salpicadas por los restos carbonizados o secos de lo que fueron castaños centenarios. En esta zona del Amazonas los terratenientes no se andan con contemplaciones: a falta de tiempo o dinero para deforestar a golpe de motosierra o con cadenas de arrastre, le pegan fuego a la selva y después se llevan la madera que sobrevive al incendio, como los buitres acuden al festín de la carne inerte.
En este asentamiento los fazendeiros no amasan fortunas ni mandan sobre legiones de sirvientes. Hasta hace pocos años también fueron pequeños agricultores que crecieron al socaire del negocio agrario, violando sistemáticamente la legislación medioambiental, amedrentando a sus vecinos y acumulando tierras que en teoría deberían cumplir una función social. La mayoría acaba rodeándose de pistoleros a sueldo que se ocupan del trabajo sucio: si alguien en el asentamiento osa denunciar sus tropelías o habla más de la cuenta, inmediatamente pasa a engrosar la lista de los marcados para morir. Y los que se atreven a llevar su activismo hasta las últimas consecuencias, como fue el caso de José Claudio y su esposa, acaban en una emboscada a horas intempestivas en senderos desiertos, donde la frondosidad y el estruendo de los pájaros amortiguan el ruido seco de los disparos.
A Zé Claudio, como lo conocían sus allegados, le descerrajaron todo el plomo contenido en dos cartuchos de escopeta y después le cortaron la oreja derecha. En YouTube circula un vídeo en el que, a modo de macabra premonición, él mismo anunciaba meses antes de su muerte: "Vivo permanentemente con una bala en la cabeza porque denuncio a los madereros y a los carboneros, y ellos piensan que no puedo seguir existiendo (...) Igual el mes que viene os llega la noticia de que he desaparecido". El líder ecologista conocía de sobra la calaña de sus enemigos.
Solo en los últimos 40 días han muerto cinco activistas en las diferentes áreas del Amazonas. Según la Comisión Pastoral de la Tierra, la organización brasileña ligada a la Iglesia católica que defiende la causa medioambiental y los derechos de los campesinos y los indígenas, 231 personas han perdido la vida en enfrentamientos agrarios y 809 han sido amenazadas de muerte en los últimos 15 años. "Todo es producto del abandono en el que viven los asentamientos. El Gobierno debería ocuparse de mejorar las condiciones de vida en estos lugares y acometer la reforma agraria. Sin embargo, ahora que la situación se ha agravado, se limita a anunciar una serie de medidas puntuales e insignificantes con el único objetivo de satisfacer la presión de la prensa", denuncia José Batista, responsable de la Pastoral de la Tierra de Marabá.
El Gobierno de Dilma Rousseff anunció recientemente un paquete de ayudas económicas para los colonos y el envío a la zona de un contingente de 30 miembros de la Fuerza Nacional para proteger a los amenazados de muerte. EL PAÍS acompañó a diferentes grupos de personas que han sido forzadas a salir de sus hogares en el asentamiento Praialta Piranheira y que ahora permanecen custodiadas en lugares indeterminados de la ciudad de Marabá. Diversos testimonios coinciden en que la vigilancia militar cumple una función disuasoria puntual, si bien no supone una protección viable a largo plazo. Cuando los amenazados regresen a sus casas en la selva, donde a duras penas llega la luz eléctrica, ¿se les podrá seguir garantizando la protección? "Obviamente no, y por eso pedimos que la Fuerza Nacional se establezca en el asentamiento indefinidamente, para que todo el mundo pueda regresar con ciertas garantías. Podrían establecer su base de operaciones en la que fue la casa de Zé Claudio", explica Atanagildo Matos, coordinador del Consejo Nacional de los Seringueiros (recolectores de caucho) en Pará.
Todas las fuentes consultadas, incluso las que representan a diferentes escalafones de la Administración Pública, coinciden sin fisuras en que la situación actual en estos lugares es de desgobierno e impunidad. "Los asesinos siguen dentro del asentamiento, se pasean en sus coches y sonríen cuando pasan a nuestro lado. Piensan que como nunca se ha podido probar nada contra otros terratenientes que han cometido crímenes anteriormente, tampoco será posible hacerlo con ellos", explica Claudelice Silva dos Santos, hermana de José Claudio. "En los más de ochocientos casos de personas asesinadas en Pará durante 40 años de conflicto agrario, solo conseguimos llevar a juicio a nueve presuntos responsables. Ocho fueron declarados culpables y, por tanto, condenados. Sorprendentemente, solo uno de ellos permanece hoy en prisión", añade Batista.
Pasar una jornada en la sede de la Pastoral de la Tierra de Marabá es un excelente ejercicio para entender la envergadura del problema de la tierra en el Amazonas. Uno de estos días, sobre las 11 de la mañana, aparece por la puerta Luiz Carlos, un agricultor de 20 años que porta en una mano un cartucho de escopeta y en la otra una cámara con las pruebas gráficas de la tragedia que se vive en su campamento, la Hacienda Maria Bonita, ubicada en la localidad de Eldorado dos Carajás. "Solo pedimos la expropiación de unas tierras que pertenecen al Estado y que fueron ocupadas por el grupo agropecuario Santa Bárbara. El capataz de la hacienda nos responde enviándonos a grupos armados que nos disparan estos cartuchos. Varios de mis compañeros ya han sido heridos", explica amargamente. ¿Algún organismo público interviene en este conflicto? No. ¿La policía investiga los hechos? Tampoco. El plomo sustituye a la ley.
Luiz Carlos abandona el local de la CPT y solo hay que esperar un par de horas para que lleguen las primeras noticias del rescate en las inmediaciones de Tucumã de un grupo de 40 personas sometidas a trabajo esclavo. Poco después, llegan Antonio y Valdimar, un par de campesinos desarrapados y hambrientos que acaban de escapar de sus respectivas haciendas porque el patrón no les quiere pagar el salario acordado. Y así transcurren los días en la Pastoral de la Tierra.
En el norte de Pará, a 120 kilómetros de la convulsa Altamira, en el área afectada por las recién inauguradas obras de la hidroeléctrica de Belo Monte, se encuentra la deprimida localidad de Anapú, lugar de culto para los activistas medioambientales brasileños. Aquí vivió y murió a manos de unos pistoleros a sueldo la hermana Dorothy Stang, un auténtico icono de la lucha por la preservación del Amazonas y los derechos de los campesinos. Por caminos serpenteantes de tierra se llega al asentamiento Esperança, donde los colonos no bajan la guardia durante estos días. El domingo pasado un grupo de individuos enviados por madereros locales penetró fuertemente armado en la reserva y comenzó a cargar en un camión una cantidad considerable de madera talada ilegalmente por ellos mismos. Los campesinos se movilizaron rápidamente, bloquearon con troncos el acceso al asentamiento y llamaron a la policía. Para sorpresa de muchos, los responsables fueron cazados en plena faena y su cabecilla fue detenido y encarcelado en la comisaría de Anapú. Su nombre es José Junior Avelino Siqueira, de 27 años, y tras acceder a hablar con EL PAÍS afirma a través de los barrotes de su celda: "Todo de lo que se me acusa es falso. Fui a buscar una madera ya cortada, sin hacerle ningún mal al medioambiente. Lo demás son mentiras de la Pastoral de la Tierra, esa gente peligrosísima que anda armada dentro del asentamiento bajo la dirección del padre Amaro".
Fabio Cardozo es un joven líder activista del asentamiento Esperança. Su nombre encabeza la lista de los marcados para morir en el área de Anapú. Siempre anda acompañado y toma ciertas precauciones, como alternar los horarios y los itinerarios cuando entra y sale de su casa. Fabio penetra en una franja de unos siete metros de ancho abierta en plena jungla. El camino es interminable y en varios de sus tramos hay grandes cantidades de madera apilada esperando a ser recogida. "Todo esto lo cortaron con motosierra Junior y sus compinches. Comprado aquí, un tronco de unos 35 metros de altura y unos tres de perímetro puede costar unos 300 reales (unos 130 euros). Cuando llega a la serrería, su valor se ha multiplicado por 20", asegura.
Junto al joven activista, la hermana Jane Dwyer, de 71 años, otrora compañera de batallas de la hermana Dorothy, compite por otro de los primeros puestos en la lista negra de Anapú. La religiosa vive desde hace años en una humilde casa de madera sin ninguna protección. "Sé que aquí enfrente se ha instalado un pistolero y que me debería cuidar más, pero bueno, también pienso que mi vida no vale más que la del resto de los campesinos del asentamiento, que también están amenazados", explica pausadamente, entre combativa y risueña. "Sí le puedo decir que la situación es peor que cuando la hermana Dorothy fue asesinada, ya que ahora hay más tierras en pugna. Esto sigue siendo tierra sin ley, donde los que mandan son los que tienen las armas. Y le garantizo que nuestro pueblo no está armado", añade. ¿Y el Estado?
"El Estado brasileño no tiene voluntad y prioriza los intereses del capital frente al bienestar del pueblo. Si no, explíqueme cómo pueden iniciar las obras de la hidroeléctrica de Belo Monte mientras aquí continuamos metiéndonos en barro hasta la cintura porque las carreteras siguen siendo de tierra", denuncia.
"Con nosotros quieren hacer lo mismo que ya hicieron en Acre con Chico Mendes y en Anapú con la hermana Dorothy..., y realmente lo hicieron..., pero la lucha y el ejemplo en la defensa de la selva permanecen", reza el memorial de mármol colocado recientemente en el lugar exacto donde a Zé Claudio y a Maria do Espírito Santo unos cobardes les arrancaron la vida amparándose en la frondosidad de la jungla y el estruendo de los pájaros al amanecer. A casi cuatrocientos kilómetros, en el sendero principal del asentamiento Esperança, sigue clavada en la tierra, como una puñalada en pleno corazón del Amazonas, la cruz de madera que marca el punto donde cayó muerta la hermana Dorothy. Mientras muchos campesinos amazónicos esperan que la sangre de estos activistas, y la de tantos otros, no haya corrido en vano, otros, desde sus haciendas, prefieren que estos crímenes se interpreten como un tétrico aviso a navegantes.