La gran polémica medioambiental que azota al Amazonas brasileño responde al nombre de Belo Monte. Tras más de 35 años de vaivenes y discusiones sobre la viabilidad y el impacto socioambiental del proyecto, el pasado junio arrancaron las obras para construir en el cauce del río Xingú la tercera mayor hidroeléctrica del mundo después de la china de las Tres Gargantas y la de Itaipú (otra megapresa levantada en los setenta por Brasil y Paraguay en el río Paraná).
La obra, que se lleva a cabo en el nórdico Estado de Pará, en el corazón del Amazonas, tiene una envergadura comparable a la del canal de Panamá y afecta a varias etnias indígenas y a un par de localidades que viven en una apacible precariedad desde su fundación hace más de un siglo. Mientras el Gobierno brasileño y el consorcio responsable de la construcción y explotación de la hidroeléctrica, Norte Energía, aseguran que Belo Monte contribuirá a subsanar las deficiencias energéticas de Brasil y que llevará el desarrollo económico a una región deprimida, grupos medioambientales y sectores indigenistas, espoleados por una reciente condena de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al proyecto, no cejan en su propósito de paralizar las obras.
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